jueves, 22 de junio de 2017

Berlin se escribe sin tilde en la ‘i’


Manual para mujeres de la limpieza de Lucia Berlin, con traducción de Eugenia Vázquez y una introducción magistral de la mismísima Lydia Davis (no somos dignos), parece haber sido una de las sorpresas más gratas de la temporada 2016, con críticas entusiastas a rebosar aquí y allá, tanto y tan insistentemente que hasta la magnitud del hecho generaba desconfianza, recelo (pues sí señores, qué quieren, yo no ideé las reglas de la industria del tocho). Sin embargo no pasa nada si los críticos más acríticos se han estado quitando el sombrero ante el arte de esta maestra de cuyas lecciones los lectores en castellano han estado privados durante décadas, un despiste lo tiene cualquiera y esta vez han acertado de pleno.

            Es difícil explicar el modo en que los relatos de Lucia Berlin se enmarcan a todas luces en el realismo sucio y, al mismo tiempo, en que los tópicos asociados a esta etiqueta pueden confundirnos de un modo bastante problemático sobre el cogollo y el contenido de estas historias. En Manual para mujeres de la limpieza hay alcohol, claro, y el dolor de las frustraciones de quien sabe que ya perdió el último tren y está abocado a ellas hasta el día en que muera, y relaciones manchadas, y un deseo irrefrenable de escapar y al mismo tiempo una desidia ante cualquier posibilidad de escape y la rendición o la claudicación como sistema de pensamiento, como forma de afrontar el paso del tiempo, que parece haberse congelado y al mismo tiempo agotarse vertiginosamente.

            Pero cuando pensamos en realismo sucio también pensamos en peleas de bar, en tíos duros que no estaban hechos para ser domados y acabaron jodiéndose la vida ellos solos, hasta verse abocados a la marginalidad social, o bien en hombres encorbatados, con turno de oficina y felizmente casados y con hijos, que en realidad nunca quisieron todas esas responsabilidades y viven gimoteando y ahogando sus penas en alcohol y fantasías posibles pero poco probables.

            Los personajes de Lucia Berlin son otros, son los secundarios que tienen que soportar a los tíos duros y a los tipos de corbata demasiado preocupados con sus propias frustraciones y, así, no se trata de más de lo mismo con una pincelada diferente, sino que lo mismo cambia por completo, se aporta una sensibilidad y un punto de vista completamente desemejantes (ojo, no digo que se aporte sensibilidad donde no la hay, siguiendo con el tópico de la sensibilidad femenina, me refiero a otra sensibilidad artística, una sensibilidad diferente con respecto al lugar de las cosas en el mundo, que en este caso, eso sí, es inherente al hecho de que la narradora es una mujer), de manera que aunque el contexto, el objeto pueda ser exactamente el mismo, el registro del tal [objeto / contexto] resulta en algo distinto; los personajes de Lucia Berlin no se angustian pensando en la guerra, ni en aquella vez en que les dieron una paliza por una apuesta o porque estén convencidos de que nacieran para brillar y sin embargo estén en la mierda; los personajes de Lucia Berlin se angustian porque son conscientes de que nacieron con el destino de angustiarse y ya desde una adultez temprana han sabido que nunca tendrían opción; esto no se reduce a un simple cambio de tema, sino que se aporta una poética que la aleja y la destaca sobre sus compañeros de escuela (no hay más que comparar a Fante y Bukowski entre ellos y luego a cada uno de ellos con Lucia Berlin, si bien es verdad que quizá habría que apuntar más hacia Ray Carver, aunque, por las razones arriba desglosadas, esto tampoco sería del todo exacto). De muestra un botón: «Me miré a los ojos y volví a mirarme las manos. […] Vi hijos y hombres y jardines en mis manos».



La sencillez, la simpleza de esa destrucción es más devastadora que cualquier guerra, que cualquier trabajo de fábrica o que cualquier combate de boxeo en unas manos cualesquiera.



También hay que destacar de Lucia Berlin que no se conforma, y aquí también se pone por encima de los gestos típicos del realismo sucio, con recoger la miseria de sus personajes, narrarla periodísticamente y dejar que fluya por sí solo el lirismo que pueda haber en ello, sino que hay en su escritura una consciencia de la literatura como hecho formal, de que la narración se puede sublimar más allá de la relación de hechos con el recurso a cuestiones de estructura, y una voluntad genuina de trabajar con eso. A «Punto de vista» me remito, un relato que debería leer cualquiera que quiera indagar en eso de la escritura o disfrutar de una lectura estimulante, o cualquiera sin más. Es también la muestra de que Lucia Berlin, a pesar de que no apunta (y creo que esto es suficientemente obvio como para no tener que extenderme en ellos) al público académico, en el sentido de que no apunta más a él que a quienes sufren las miserias de lo cotidiano sin tiempo ni medios para hacerse preguntas sobre semiótica, no toma a su lector por tonto. Esto, que parece muy fácil, son contados los escritores que han sabido hacerlo y salir bien parados. Sobre escritoras, ya iremos sabiendo, de momento tenemos a una.



Soy consciente del protagonismo de los escritores/hombres como referencia, pero se trata hoy por hoy del canon del realismo sucio de marras y al fin y al cabo el canon es siempre subvertible, pero a veces es simple y llanamente el que es, por razones históricas que sería redundante recoger ahora aquí. En la siguiente ronda podremos pasar de ellos y partir del referente de Lucia Berlin.



Otra cosa que quería destacar y que no me parece baladí, sobre todo teniendo en cuenta la banalización y uso abusivo de ciertos términos que se lleva acometiendo desde años recientes (probablemente no más de un par), es que la literatura de Lucia Berlin no es feminista en el sentido militante. Lucia Berlin es una mujer consciente de su situación y papel en el mundo y que escribe sobre ello adoptando distintos puntos de vista y situaciones; el feminismo que pueda haber en la literatura de Lucia Berlin es el que haya (y hay) implícito en eso, ni menos ni más.

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