martes, 6 de enero de 2015

Karasik Mazzucchelli Auster Ciudad de cristal



            Hace un par de días empecé la lectura de la novela gráfica Ciudad de cristal, adaptación por Paul Karasik y David Mazzucchelli de la novela de Paul Auster, perteneciente a su famosa Trilogía de Nueva York. Esto me ha llevado a una serie de reflexiones sobre la obra de Auster o más bien a la formalización del barrunto que llevo en mente desde que constatara la degeneración cualitativa de su literatura, sobre todo a partir de El libro de las ilusiones (podría remontarme hasta Tombuctú, pero se entiende que este libro nació ya con vocación de obra menor y, por lo tanto, entiendo que ha de juzgarse con un rasero distinto). Recuerdo muy bien que la lectura de la obra mentada me llevó a pensar en un giro categórico en la obra de Auster, en un antes y un después; sin embargo, la posterior relectura de Fantasmas me hizo advertir que los fallos de la nueva producción (que no me parecen menores) relucían ya en los mejores ejemplos de su obra, solo que por el camino había perdido la frescura inicial y, así, la parte que era trasunto se había hecho por completo con el protagonismo. Por otra parte, yo había cambiado, había crecido como lector y le pedía ciertas cosas a la literatura, cosas que ya no se encontraban en la obra de Auster del momento que fuera. Desde entonces, pienso que la obra de Auster es muy apropiada precisamente para obrar en el lector como lo hizo en mí mismo, es decir: como iniciación a otro tipo de literatura más elevada que la que suele tener a mano el adolescente o posadolescente medio, a lo que podríamos llamar, grandilocuentemente, literatura en mayúsculas. Sin embargo, como intento propiamente de «literatura en mayúsculas» se queda, para el que suscribe, en mero experimento.
            Primero, no quiero perder la oportunidad de elogiar la novela gráfica, que es como tal una joya. Si tiene fallo es porque adapta una obra con fallos, pero si existe la perfección, los autores de esta adaptación realizan un trabajo perfecto en la representación gráfica de la novela y si acaso sobra algo de la novedad aportada es una Introducción escrita por un endiosado Art Spiegelman. La narración a través del recurso a las imágenes es impecable.
            Con respecto a la obra de Auster, todo lo que en ella más me atrapó a cierta edad, sé ahora que no es original: la historia del niño al que encierran e incomunican durante todo su desarrollo (Kaspar Hauser) las reflexiones sobre el Quijote (algunas son de cosecha propia, casualmente las más banales), la mezcla realidad-ficción y el encuentro entre personaje y autor (Unamuno) y, sobre todo, la búsqueda del lenguaje originario (que yo sepa, Mircea Eliade, pero es posible que la idea se pueda remontar aún más atrás en el tiempo; hay un filme de Coppola basado en el relato del estudioso de las religiones, llamado Youth without Youth, bastante por debajo de otros filmes del cineasta pero interesante). Podríamos decir que así es la metaliteratura, pero tal y como el que suscribe la entiende, esta forma de narrar se apropia de elementos preexistentes para reutilizarlos y transustanciarlos, no para dar lugar a un corta y pega de si cuela, cuela. Cuando descubrí a Paul Auster, creí en mi ignorancia que se trataba de un autor que iba por delante, y en realidad, como sé hoy, iba más bien por detrás.
            Hay autores que uno ha descubierto en sus años de iniciación y a los que más tarde encuentra los fallos; aunque parece que siempre les queda ese valor sentimental que hará que jamás dejemos de mirarlos con buenos ojos. Sin embargo, lo que siento hoy hacia la literatura de Auster es una desafección total. Quizá es porque creo que me estaba engañando. Lo que está claro, y eso hay que admitirlo, es que desde la Trilogía y hasta, por lo menos, Mr. Vértigo, la obra de Auster es como mínimo decente, que ha creado escuela (aunque es este un reconocimiento de doble filo, pues esa escuela me parece a mí de lo peor y más facilón que ha dado la literatura estadounidense de los últimos años, como La fortaleza de la soledad, de Jonathan Lethem) y que ha acertado con las claves para acercar la literatura posmoderna al lector medio; pero no es ni de coña el gran autor que nos hizo pensar que era. Cosas de la edad.
            Lo llevo pensando desde hace ya mucho tiempo e insisto: quizá el mayor valor de Auster sea la capacidad de iniciar al lector en un tipo de literatura más exigente y más complicada pero, por eso mismo, más enjundiosa, con más chicha. No es moco de pavo y si hoy tuviera que recomendar algún libro al lector en proceso de iniciación, la lista incluiría algún libro de Auster. De nuevo, puede que se trate de un halago de doble filo.

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